La vida política de un hombre herido por el Terrorismo de Estado
Memoria, Verdad y Justicia
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A cuatro años de encontrar a su hija desaparecida, Carlos Solsona, analiza las condiciones ideológicas y sanitarias que lo llevaron a seguir en la búsqueda pese a la impotencia que genera la impunidad.

La vida de Carlos Solsona es firmemente política. Discute con sus vecinos batllistas para convencerlos de “pasarse a su vereda”. Habla con los cooperativistas de COVISUNCA 456 sobre la importancia de invertir en el mejoramiento de las calles y no tanto en guardias de seguridad. Hace décadas busca a su compañera desaparecida, Norma Síntora, secuestrada estando embarazada con 24 años en Morón. Cuatro años atrás encontró a su hija Marcela, a quien buscaba desde mayo de 1977. 

Es el padre vivo de muchos hijos argentinos que buscan los restos de sus padres. Es el padre de Marcos, Martín y Marcela. Para él, es inconcebible que Marcela use legalmente los apellidos de sus “apropiadores”. Está jubilado y la casa está perfectamente limpia. Su compañera Alicia Payotti vive con él y es la madre de su hijo menor, Martín. La conoció durante la clandestinidad española. Ella fue una exiliada uruguaya. Y es la razón por la que el santafesino ronda las estrechas calles del complejo COVISUNCA 456. 

Cuando a Solsona, un hombre de 74 años profundamente herido por el Terrorismo de Estado, se le pregunta en cuántas etapas divide su vida, mientras toma su café descafeinado y acaricia a Ramón, un perro negro y viejo, contesta dos. La conclusión: “la política es la actividad suprema de la especie humana”.

La primera etapa

Las primeras novias, los primeros bailes, la escuela y el liceo conforman la primera etapa. La geografía de fondo fue la pampa húmeda dominada por una clase acomodada que se dedicaba a la agricultura y la industria cárnica. Carlos define a su tierra así: “si se tira una semilla al aire caen dólares”. Tambos, quintas, estaban en manos de tres productores en el pueblo, quienes, al regresar de Europa, pasaban diapositivas de sus viajes para “ostentar”. Entre trabajadores de frigoríficos y sus hijos, la palabra más respetada era la del cura. 

Mientras tanto, su padre, cooperativista de la única empresa de ómnibus de Rafael, “insultaba a los curas” en las adecuadas reservas del fuero familiar. Su madre llevó a sus hijos a la comunión. No era fanática, nunca hubo una gran pelea por el asunto. Sus abuelos maternos también eran “católicos livianos sin mucho fanatismo”. 

A partir de los 10 años, Carlos comenzó a desconfiar de la iglesia. “Tenía novias que iban a misa después las pasaba a buscar, pero no entraba”, comenta. En su casa vivía casi todo el núcleo familiar: su abuela modista, un hermano soltero de su padre y su abuelo albañil. A fin de mes le tocaba “ir a la carnicería o al almacén” a pedir fiado. En resumen, esas fueron las “condiciones ideológicas y sanitarias” en las que creció. 

En diálogo con el periodista Daniel Gatti de Brecha, sostuvo que su primer “instinto de justicia” nació a temprana edad. Ahora asegura que durante la primera etapa de su vida lo acompañó una sensación elemental de que “algo andaba mal”. Pese a trabajar ninguno de los padres de sus compañeros de escuela eran millonarios. 

Las otras tres familias “ostentaban su riqueza: la mansión más grande del pueblo, las diapositivas de sus viajes, las donaciones al club Rotary, el apoyo a la Policía, las cooperaciones a los colegios con canchas de tenis y la falta de recursos de la escuela pública”. 

Como típico adolescente, ya en secundaria, a sus 18 años, Carlos escuchaba a los Beatles frente a cualquier conflicto identitario o amoroso. Todo transcurrió con tranquilidad hasta que en junio 1966, el teniente coronel del Ejército argentino, Juan Carlos Onganía, asesta un golpe de Estado. Y a diez minutos de comenzar a narrar su vida, Carlos, da por culminada la primera etapa. 

El instinto de lo justo

Las respuestas de los adultos responsables comenzaron, cada vez, a ser más insuficientes. Como su padre era peronista, le aseguraba que las desigualdades eran culpa del gobierno y su madre católica le decía simplemente que “Dios lo había querido así”. 

En su casa no había televisión. “A los 18 años era un nabo total, vivía aislado del mundo”, analiza Carlos en retrospectiva. En toda la provincia había un solo canal. Durante el golpe de Estado, los adolescentes del pueblo estaban de vacaciones. Y las consecuencias fueron, hasta el retorno de las clases, bastante imperceptibles. 

Retorno mediante, en clase de educación física, le anuncian al alumnado que “toda clase de asociaciones y agremiaciones como clubes colegiales” estaban prohibidos. Cómo eran menores de edad decidieron convocar a elecciones clandestinas y conformar un club con el permiso de la directora del instituto. Ganó la lista de Carlos y los perdedores fueron incorporados a las comisiones. El punto era, según indica, aprovechar la oportunidad social: “ya había un instinto de que existía un adversario superior y te organizabas para resistir”. 

Con el paso de los años y ya culminada la secundaria, esa situación puntual en la vida de Carlos, motivó las siguientes etapas. Se trasladó a la ciudad de Santa Fé. Por su afinidad a las ciencias y la facilidad con los números comenzó a estudiar Ingeniería Química. 

Los libros eran caros. Los estudiantes se organizaban clandestinamente para imprimir apuntes. “Una noche estábamos reunidos a la luz de las velas, la casa vieja tenía puerta doble de frente, tumbaron las puertas. Salimos por un corredor grande saltando por los fondos. Nos escondimos en otra casa de un compañero de la pensión. Cuando nos manifestábamos en las calles, todo era palo y gases”, ilustra. 

Sobre el comienzo de su militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), Carlos asegura que “mucho tenía que ver con la situación de Argentina”. Ya en el ritmo de la ciudad y el acceso a información crítica con el gobierno se va acercando poco a poco al partido cuya finalidad era obtener bases del “campo popular”. 

“Me di cuenta de que pese a mis excelentes notas en la escuela primaria y la secundaria, no sabía nada de Historia argentina. Otro verso: yo no fui buen estudiante. Fue así como vivencie un despertar en la Universidad, primero en Santa Fe. Luego en Córdoba”, asegura. 

Tras trasladarse a la ciudad de Córdoba para comenzar una carrera de vanguardia: Ingeniería Electrónica, vive los dos Cordobazos y comienza a reconocer que entre los dirigentes sindicales y estudiantiles se encontraban aquellos con más capacidad de análisis social e histórico. 

“Quise tratar de enterarme en qué mundo estaba viviendo”, resume. El contexto: “vos salías a reclamar y te cagan a palos”. Con la revolución cubana de por medio, y su acercamiento al Partido, encuentra su camino. Todas las movilizaciones estudiantiles, en Rosario, Mendoza, Córdoba y pueblos cercanos, se “voltean al gobierno de facto”. 

Norma

Norma Síntora entró a la Universidad de Córdoba con 16 años. Carlos la conoció primero como compañera de estudios, ya que se reunían periódicamente a estudiar y compartir apuntes. Ella había dado libre los últimos exámenes del preparatorio y además de ser la más joven “con una mente privilegiada” también “estudiaba mucho”, puntualiza Carlos. 

Se conocieron en 1968. Coinciden en grupos de estudio y en votos de la asamblea. Cada uno con su pareja. No había nada afectivo aún. Cuando comenzaron a salir, sus compañeros del Partido y de estudio sugirieron que esa unión estaba “más que cantada”. Pero la concreción amorosa ocurrió en 1973.

El PRT estaba proscrito prácticamente desde su nacimiento. Los y las militantes realizaban sus tareas clandestinamente. Al definirse como leninistas marxistas con perspectiva socialista, ningún régimen los considera legales. Fue así como, en un acto Carlos se encontraba repartiendo material del Partido y se acerca a Norma. “Esa campera la conozco”, le dijo ella. Se encontraron, se dieron cuenta de que militaban para el mismo partido y a partir de ahí el resto estaba cantado. 

Él tenía 25 años, ella 22. La cosa avanzó lo suficiente como para irse a vivir juntos en 1974. Ambos militaban en el mismo partido, así que, si bien se radicaron en un barrio periférico de la ciudad de Córdoba, tuvieron que casarse. “Las uniones libres eran comunes, pero el partido nos recomendó casarnos para que los obreros nos siguieran, si te mostrabas muy de vanguardia ocurría lo contrario”, argumenta Carlos. 

Diez meses después tienen a su primer hijo: Marcos. Y si bien gobernaba Isabel de Perón, a nivel provincial el gobierno era de facto y la militancia se ajustaba a la clandestinidad. En noviembre de 1975, Norma y Carlos fueron requeridos por las fuerzas policiales de la provincia. En enero de 1976 nace Marcos. 

“La vida en clandestinidad complica todo. Había que rebuscarse para trabajar. Teníamos identidades falsas. Pero llegamos a un punto en el que la clandestinidad en Córdoba se nos hace insostenible”, relata Carlos. En las noticias las fuerzas policiales lo dieron por muerto. Para él este dato falso de la Policía significa que es señal de que lo tenían “acorralado”. 

En agosto de 1976, el golpe de Estado nacional complicó las cosas. Las fuerzas policiales y las militares actuaban en conjunto. Deciden enviar a Marcos a la casa de sus abuelos maternos, con quienes convivirá hasta el retorno democrático. Se fueron de la ciudad. 

Ya en Buenos Aires, Carlos comienza a realizar tareas para la dirección del partido y tiene que viajar clandestinamente a España. Norma queda embarazada. “No sabíamos el sexo, pero ella, incluso en una carta que le escribió a Marcos, estaba convencida de que era mujer”, recuerda. Aunque la confirmación de la hipótesis de Norma, tendrá lugar en 2019, cuando Abuelas de Mayo la encuentra.

El secuestro

En marzo de 1977 se tienen que separar. Ella primero pasa a convivir con una familia en San Antonio, donde vivía una enfermera que la ayudaría con el parto. Carlos se va a España. Norma habría de llegar a ese país a finales de año. 

Pero en San Antonio las cosas se complican. Un compañero del Partido cae en Buenos Aires. Al enterarse de la caída,  su hermano, se traslada a la casa para informar sobre esta situación a su suegra, su madre, su sobrina y Norma. Se van a otra casa. Ahí el hilo de la historia se pierde durante décadas. 

Carlos se enteró, en 2005, que Norma fue trasladada a la casa de un compañero. Ella se encontraba en el seno de una familia cuya composición era un compañero del Partido, su suegra, su pareja y su hijo. El único que se salvó, de aquella noche, entre el 20 al 22 de mayo de 1977, fue el niño: “tenía un cumpleaños en la casa de un amigo esa noche y no estaba en la casa”. El resto continúan desaparecidos hasta el día de hoy.

“Me enteré de que Norma había desaparecido a fines de 1977, cuando no concurrió al lugar donde debíamos encontrarnos. Dónde había sido y cómo me entero 20 años después”, informa Carlos. Esa noche cayó la dirección de todo el PRT. El operativo se desplegó sobre unas 60 casas. La mayoría de los militantes secuestrados están desaparecidos. 

covisunca

La respuesta democrática

Con dos hijos, una vida democrática, enamorado de una uruguaya y radicado en la tierra oriental, Carlos comenzó a atar cabos sobre aquella noche de 1977, décadas más tarde, en 2003. Durante el gobierno de Néstor Kirchner se crea la Secretaría de Derechos Humanos y la Comisión de Búsqueda por Identidad. Así comienzan las búsquedas de hijos e hijas desaparecidos, igual que los restos de sus padres. Abuela de Plaza de Mayo crea un Banco de Sangre para hacer cruzamiento de datos y pruebas de ADN. 

Carlos establece contacto con aquel niño sobreviviente, que tras la desaparición de sus padres y su abuela, es criado por su abuela materna, pero desconocía la historia de la desaparición de Norma. 

El Equipo Argentino de Antropología Forense lo contactó en 2005 para que los ayude a elaborar un organigrama de las personas desaparecidas del PRT. A Carlos se le ocurre la idea de que los datos de las personas desaparecidas y de aquellos que podrían tener información sean ingresados a partir de los nombres falsos, ya que “la mayoría desconocíamos como verdaderamente nos llamábamos”. 

Durante cinco años viajó una decena de veces a Buenos Aires. Es así como encuentra a un posible testigo de la situación, hermano del desaparecido, a quien décadas atrás había conocido cuando retornó a Buenos Aires a buscar a Norma. Pero, en esa oportunidad, le habían dicho que había muerto en un accidente de tránsito en Italia. 

Décadas después entabla contacto con él en Córdoba. Él había ido a pasar a buscar a su madre. Caen, su hermano, su sobrino, Norma, la suegra de su hermano y su cuñada. Todos desaparecieron. “Norma desaparece entre el 20 y el 22 de mayo”, detalla. 

La nieta 129

Marcela Solsona Síntora nació en el Hospital Policial. Sus padres de crianza eran médicos. Su partida de nacimiento tiene datos falsos. En 2014, el equipo de investigación perteneciente a Abuelas de Plaza de Mayo la contactó por teléfono para comunicarle que habría posibilidades de que fuera hija de detenidos desaparecidos. Se le transmitió que la prueba genética podría efectuarse a través del Consultado. Radicada en España, Marcela no contestó. El caso es derivado a la unidad especializada en casos de apropiación de niños de terrorismo de Estado, pero la Justicia española rechazó la exhortación del juez a verificar la identidad de la joven. 

Por medio de un amigo argentino, en junio de 2017, la joven manifestó su interés por buscar su identidad de origen. Fue así como el miércoles 3 de abril de 2019, Marcela se realizó una prueba de ADN. El resultado: era hija de la desaparecida Norma Sintora y Carlos Solsona. 

El vínculo con su padre biológico tiene algunos inconvenientes. Carlos no puede concebir la unión de las dos familias como ella quiere. “El problema es que el proyecto de la dictadura, para con los hijos de los militantes, era dar vuelta la gorra. En lo posible que las personas odien la militancia y la revolución. Que odien a los subversivos. Ella creció en un ambiente tranquilo pero donde, explícitamente, se evocaba la teoría de los dos demonios”, resume Solsona. 

El punto es, según analiza, que “el terrorismo de Estado” sorprendió a personas que llevaban 10 a 30 años de militancia.  Su postura es plantear esta discusión con su reciente hija, pese a que eso genere diferencias. “Para mí encontrarla es darle cierre a una búsqueda. Pensé que iba a morir esperando noticias. También representa una inyección de optimismo para otras personas que se encuentran en la misma lucha. Es un aliento para los organismos que investigan. Y una desmentida a los negacionistas del terrorismo de Estado”, subraya. 

La lucha por la Verdad, Memoria y Justicia es fundamental para Carlos. Aunque la Justicia sea “relativa”, la Verdad “una cosa imprescindible” y la Memoria algo “que construye la Historia que nos merecemos “. Encontrar a Marcela también significa no quedar devorado por el rencor. “No soy rencoroso. Una vez una joven hija de un detenido desaparecido y compañero nuestro, nos contó que a su abuela le había llegado un mensaje del PRT para que vaya a buscar a su hijo al cementerio, el mensaje lo enviamos nosotros, pero con otra fecha y hora, creo que algún agente habrá cambiado el contenido. La mujer se quedó todo el día esperando en la estación de Córdoba. Al año se suicida. El no encontrar una respuesta, puede llevarte a no aguantar, a que el odio te carcoma”, ilustra Carlos.